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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 29

- ¿Por qué moritos? Nosotros somos andaluces, ¿no? Somos igual que ellos, pero nacidos en el Sur. Si les disgusta nuestra tierra, ¿por qué bajan a quitárnosla? O a querer quitárnosla, porque nunca lo conseguirán, ¿verdad, doña Minia, tú que has nacido allí?

- Esperemos que no. Las cosas están bien como estás -respondió ella, mientras le alcanzaba una servilleta muy blanca a su marido para que se limpiase un chorrito de grasa que le resbalaba por la sotabarba.

No obstante, aquella conversación y el apelativo de moritos me había perturbado, y procuré enterarme de su fundamento. Interrogué a quien se dejaba, y fui cansándolos a todos, que terminaron por no escucharme o por no contestarme. Me enteré de que nosotros practicábamos una religión diferente, o sea, que nuestro Dios era distinto del suyo: que el suyo tenía tres cabezas, y que nuestra raza era también distinta, pero muchísimo más perfecta. Sin embargo, las cosas no me parecían tan sencillas. Primero, por las habladurías de que el tío Yusuf era un poco cristiano, y su única mujer -porque él no tenía ninguna concubina-, algo musulmana. Y segundo, porque nosotros no pertenecíamos, aunque se dijera lo contrario, a una sola raza.


Mis investigaciones y reflexiones sobre el tema se han ido acumulando; de ahí que ya ignore cuánto averigüé entonces y cuánto más tarde. No me refiero a la casa real de los beni nazar, cuya pureza no pone nadie en duda, por lo menos ante nosotros, sino a la raza de los granadinos en general. Aquí están los descendientes de los bereberes iniciales, tanto de la tribu sinaya como de la zanata (de éstos procedía la estirpe ziri, que gobernó Granada a la caída del califato omeya). Y están los que, cada cual de su padre y de su madre, vinieron a refugiarse desde los territorios conquistados por los cristianos. Y están los árabes, más o menos puros, que no pasarán de cincuenta, y que miran al resto por encima del hombro. Y los africanos acogidos, bien porque huían de los califas de Marruecos o de Túnez o de Tremecén, bien porque vinieron a ayudarnos en las guerras santas. Y los religiosos místicos llegados de la India, y muchos negros sudaneses, que vivían reunidos en ermitas, aunque no siempre, ni siempre casándose entre sí. Y los mudéjares, que, después de decidirse a permanecer en ciudades conquistadas, cambiaban de opinión y se venían con sus hijos -no creo ya que tan puros- a la capital o al Reino, para no sentirse tan discriminados como en la Cristiandad. Y están además los tributarios, es decir, los cristianos y los judíos. Unos cristianos hispanorromanos o hispanogodos (tampoco muy puros a su vez) que renegaron de su religión -los muladíes-, como la guardia de los sultanes, por ejemplo; y otros que no renegaron -los mozárabes-, y tienen su culto y sus iglesias, y hasta tocan las campanas media hora un día jueves que ellos llaman santo; y los cristianos que van y vienen mercadeando, de Génova o Venecia, o que se exiliaron en Granada descontentos de sus propios reyes. Y junto a todos ellos, los judíos, separados dentro de lo posible, pero ejerciendo sus oficios, y mezclándose también en ocasiones.

Al niño que yo era le indicaron que los cristianos, para distinguirse, llevaban un cinturón particular, y los judíos varones, una tela amarilla sobre los hombros, y las mujeres, una campanilla colgada del cuello o la escarcela. Pero yo, por mucho que me desojaba, no veía a nadie con estas señales. Por lo que llegué a dos conclusiones: que muchas leyes no se cumplen -y ni siquiera se dan para que sean cumplidas-, y que lo de morito era algo tan irreal y superfluo como esas mismas leyes. Porque en Granada, desde que se construyó, todos se amalgamaban y se casaban y tenían hijos, y tales hijos no podía saberse con certeza si eran moritos o cristianitos o judiítos, salvo que se hable de religión tan sólo y no de raza. Y aún así.

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