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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 19


Un día, después de bañarme, dentro de la misma agua, bañamos unos perrillos chicos que había dejado una perra, a la que atropelló y mató un carro de los que se emplean para subir la leña a los baños desde el exterior. Era una perra muy cariñosa. Subh y yo la llamábamos Nuba -es decir, Suerte-, porque un día nos trajo en la boca una piedra negra que Subh afirmó que venía del a Luna y que era el más valioso de los talismanes. La pobre Nuba no la tuvo: una mañana la vimos con la cabeza aplastada por una rueda y con sus tres cachorros lloriqueando alrededor.

Subh lavaba a los perrillos, y ellos se sacudían al sol y jugaban a montarse unos a otros. Yo no distinguía si eran machos o hembras, pero Subh sí:

- Mira este bujarroncete -me decía-, ¿pues no quiere montarse encima de su hermano? Y la machirulilla, mírala, mírala: en vez de recogerse la faldita, mírala, empinada de una manera que ya la quisiera para sí el jardinero. Y van los dos contra el más chico. Acuérdate, Boabdil: siempre sucede igual.

Y, de pronto, los cachorros comenzaban a morderse y a pelearse desesperadamente entre los pies de Subh, que yo creo que los amamantaba también, y ella reía y palmeaba. Yo estaba muy asustado al verlos tan emberrenchinados y llenos de odio entre sí.

- Si no es la guerra, bobo. No es la guerra -decía-, son cosas de chiquillos.

Y les volcaba jofainas de agua para separarlos, y los perrillos se quedaban reducidos, con el pelo mojado, a casi nada.

Subh acostumbraba contravenir casi todas las reglas. Yo creo que gozaba haciéndolo a hurtadillas. Si, por ejemplo, estaba prohibido darnos dulces, ella (no sé de dónde los sacaba, ni a qué concubina complacía para conseguirlos) venía con un pañizuelo atado por las puntas, lleno de golosinas duras y crujientes.

- Para mi vida -decía, y me las iba dando de una en una.

Un día apareció inesperadamente mi madre y nos sorprendió en flagrante delito. Sin inmutarse, mandó que le propinasen diez latigazos a Subh. Le bajaron allí mismo la ropa hasta la cintura y, delante de mí, cumplieron el castigo. Yo veía al principio cómo le temblaba la barbilla, cómo se le fruncía la cara de dolor, y cómo se iba viniendo abajo su cuerpo tan grande y tan querido. Luego, los ojos se me enturbiaron y ya no veía nada. Para evitar que lo notasen, me puse una mano ante ellos. Otra mano bajó la mía, me levantó la barbilla, y me obligó a mirar; era mi madre, que, un momento después se alejó tan inesperadamente como había venido. Los dulces se quedaron por el suelo, unos dentro y otros fuera del pañizuelo en que Subh me los trajo.

Rompí a llorar entre hipos, y ella, sin cubrirse aún del todo, me consolaba riéndose.

- Pero si no me han matado, vidita. Si no me han echado de tu vera, corazón mío. No nos han separado, mi rey. Anda, que no nos quedan dulces por comer juntitos... No llores. Tú no llores, mis ojos. Si no me ha dolido, Boabdil, si no me ha dolido nada. Porque, mientras me atizaban, pensaba que los latigazos se los estaban dando al jardinero en esa multa siempre tiesa que tiene. Y con la muleta no hay látigo que valga.

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