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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 16

La comprensión y el afecto que descubrí en Moraima los había buscado siempre; pero los había buscado mal: en mi padre, e mi madre, en mis maestros, en todos aquellos que la vida oficial ponía a mi alcance. Sin embargo, el cariño y el mundo real se alejan de los príncipes; si no fuese por unas cuantas personas, no estaría seguro de haber sido niño alguna vez. Por si algún día Moraima desea leer estos papeles para conocerme mejor, debo escribir en ellos cómo -o más bien, entre qué manos- transcurrió mi infancia. Para Moraima, y también por evocar a quienes estoy agradecido, dejo estampados hoy sus nombres aquí. Hoy, el día más feliz, porque ha nacido mi hijo. Ahmad será su nombre.

Para que tenga la voz fuerte y clara, su madre, que alardea de no ser supersticiosa, el ha restregado la boquita con un antiguo florín de oro; para que tenga gracia -como yo, dice- le ha puesto un grano de sal entre los labios. Sus nodrizas, para que el pelo le crezca recio, han traído, antes de que el sol terminara de salir, agua dela fuente del camino que se desvía al pie de la Sabica, y le han frotado con ella la cabeza, ante la alarma de la madre, temerosa de que con el masaje no se le cierre bien la fontanela. Para que sea fuerte, yo le he puesto sobre los puñitos la espada de al Hamar, el Fundador de nuestra Dinastía. Y he mandado venir al imán de la Gran Mezquita y al de la Alhambra -que, por cierto, se odian- para que recen sobre la cuna a fin de que las fuerzas del alma se unan a las del cuerpo, si es que no son las dos la misma cosa.

Quisiera que la infancia de mi hijo fuese más alegre y más acompañada que la mía. Imagino que la niñez es un tesoro del que se nos va desposeyendo poco a poco. Por eso le deseo, y procuraré que encuentre, personas como las que, casi a escondidas, yo encontré. Fueron ellas quienes me acercaron el mundo y, lo mismo que un puente, me permitieron llegar con suavidad a él. Sin ellas, nada o muy poco habría sabido de la vida verdadera; sólo de las fúnebres ambiciones de los gobernantes y de quienes aspiran a serlo. De ellas aprendí el lenguaje de la sinceridad, el variado y significativo espacio que rodea a cada hombre, el que disfrutan juntos en la fiesta de la fraternidad, y la palpitación de los sentimientos elementales, que son los más puros, sin el disfraz de la cortesía que los desfigura hasta desarraigarlos. Dentro de mí, continúo dándoles las gracias, y llevo sus rostros grabados en mi corazón. Son los que siguen.

La nodriza Subh.-

Sus hijos, incluido el que entonces amamantaba, murieron cuando yo nací. Fue en un ataque que el condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo, llevó a sangre y fuego contra Lacalahorra para vengar su fracaso en el castillo de Arenas. Ella se ocultó, con el niño más pequeño en brazos, entre unas zarzas, no lejos de la casa donde quedaron su marido y sus otros dos hijos. Oía el griterío de los acuchillados, las broncas amenazas y las risotadas de la soldadesca, que se aprestaba a adueñarse de cualquier botín. En manos de un peón vio sus enseres, los humildes aperos de su cocina, las ya inservibles ropas de sus hijos. Rebotó sobre el umbral la cabeza del mayor, y la sangre salpicó el alto zócalo. Subh comprendió que todo había acabado allí para ella. Huyó por el camino de Guadix, cayendo y levantándose, mientras la tropa concluía de arrasar la aldea y de degollar a sus habitantes. Cuando llegó a Guadix, el niño estaba muerto: era en julio y, entre el sudor y el llanto, ella se había secado.

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