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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 9

El manuscrito carmesí.-

Me encomiendo, antes de comenzar, a Dios -honrado y ensalzado sea-, si nos mira y si nuestra vida no es en vano. Y a Mahoma, el Profeta, Sello de los profetas anteriores y Señor de la estirpe de Adnam.

Alabado sea Dios, Señor del Universo, el Clemente, el Misericordioso, el Dueño del Día del Juicio. A Ti te adoramos, a Ti te suplicamos. Guíanos por el camino recto. Por el camino de aquéllos a quienes concediste gracia, y no por el de los que te airaron, ni por el de los que se extraviaron.

I. A salvo en el jardín.-

'Mi nombre y tú ya estáis
a salvo en el jardín:
fuera del tiempo, su maleficio no os perturbará'
Boabdil

De lo poco que he aprendido en la madraza, fundada por mi antecesor Yusuf I, y de los encanecidos maestros, fríos y desdeñosos con los jóvenes, una sola cosa es la base de todas las demás: no somos libres. Nuestro destino se nos adjudica al nacer; se nos entrega, igual que la tablilla en que estudiamos de niños las primeras letras y sus combinaciones. Puede borrarse lo que en ella dibujamos, pero la tablilla permanece imperturbable; luego, cuando aprendamos a escribir y a leer, se nos regalará como recuerdo, y la conservaremos, enternecidos y altaneros, toda la vida. El texto de nuestro destino está desde el principio escrito; lo único que podemos hacer, si somos bastante osados, es transcribirlo con nuestra mano y nuestra letra, es decir, aportar la caligrafía que alguien nos enseñó.

Yo de mí puedo jurar que jamás he elegido. Sólo lo secundario o lo accesorio: una comida, un color, la manera de pasar una tarde. La libertad no existe. Representamos un papel ya inventado y concreto, al que nunca añadimos nada que sorprenda esencialmente al resto de los representantes. En mí nadie se fijaría si no fuese el primogénito de Abul Hasán, rey de Granada. Aquí lo primero que aprende un príncipe a decir -antes aún que "padre" o "madre"- es "no abdicaré", para saberlo repetir con naturalidad desde el día de su coronación. A pesar de eso, nunca se está seguro de que la abdicación no se producirá, aun en el caso de que la coronación sí se produzca.

Somos distintos unos de otros, y eso nos induce a creer que somos libres; pero estamos prefigurados de antemano: nuestras determinaciones dimanan de nuestros jugos gástricos y de nuestros razonamientos, o sea, de nuestro estómago y de nuestro cerebro, que son intransformables. Nos parece, por ejemplo, que elegimos a la persona amada; no es cierto: sólo dos o tres posibilidades nos son -y apenas- ofrecidas. No la elegimos: nos resignamos a ella; nuestro sexo, que con el estómago y la cabeza nos perfila, es otro portavoz. El destino es quien manda; por eso respeto y comprendo a quienes lo cumplen sin rebelarse. Ellos son los que están más próximos a alcanzar la felicidad, si existe, que no creo: quienes se desenvuelven y se acaban en el lugar y en la dirección en que nacieron. Pero no comprendo ni respeto a quienes se rebelan. Pienso en Almanzor, el suplantador de los omeyas, que -con la ambición del que quiere reinar sin haber nacido en las gradas del trono, con su desastrosa ambición de rábula que no repara en barras- trastornó las páginas del libro de su vida al probar a los súbditos que contra el poder cabe el desprecio. Está escrito el destino: la dificultad reside en saberlo leer. Hay quienes, mientras aspiran a superar el suyo, son sólo el arma del de los otros: se erigen en dueños del azar, y, a fuerza de combatir desde su vulgar sino, se transforman en los apoderados del ajeno, y juegan al ajedrez en nombre de la Historia, derrocándolo todo, pieza a pieza, hasta inundar de sangre los tableros. Qué irreversible consternación para un hombre comprobar, al final, a la entrada de su Medinaceli, que, cuando resolvía en aparente libertad, estaba siendo utilizado. Porque nadie sobrevive a la tarea para la que nació: todo fue enrasado y medido previamente. Cumplida su misión, solo ya el poderoso sobre el tablero que fue desalojando, el destino -su destino esta vez- le lanza el jaque mate. La vida es una inapelable partida en la que todos los jugadores acaban por perder.

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